SALVATOR ROSA o EL ARTISTA
Salvatore Rosa fue un pintor, músico y poeta napolitano del XVII que rompió moldes en lo artístico y en su forma de entender la vida. Destinado al sacerdocio por voluntad paterna, su vocación le llevó a frecuentar a escondidas los talleres de pintura de su ciudad, entre otros el de Ribera, a cambiar la paz del seminario por el bullicio de la calle y a frecuentar ambientes poco recomendables. Muerto su progenitor y sin recursos económicos, viajó a Roma, donde continuó su aprendizaje, y, cuando regresó a su ciudad natal, se especializó en pinturas de paisajes de cuya venta se ocupaban marchantes de poca monta. Una segunda estancia en Roma, le permitió compaginar su trabajo con los pinceles y la paleta y su afición a las artes escénicas, en las que destacó como actor, autor de farsas y organizador de espectáculos populares. Sus éxitos crecían a parecido ritmo que el número de sus enemigos. Acosado por uno de ellos, el gran Gian Lorenzo Bernini, al que dedicó un libelo, se refugió en Florencia. Algunos años después regresó a Nápoles, justo en el momento en que su pueblo se alzaba violentamente contra el Virrey de España en protesta por el establecimiento de un impuesto sobre la fruta. A la cabeza de la revuelta se puso Tommaso Aniello d’Amalfi, un joven pescador apodado Masaniello, quien ejerció como líder todopoderoso y brutal. Cuando apenas habían trascurrido diez días desde su inició se llegó a un principio de acuerdo para poner fin al conflicto por el que el Virrey se comprometía a perdonar a los rebeldes y los impuestos más gravosos. Para sellarlo, acudió Masaniello, investido con el título de Capitán General de la gente de Nápoles, al palacio del Virrey. En recompensa a su papel, le ofreció éste valiosos regalos y una pensión, que, según unos, rechazó alegando que, finalizado el conflicto, su deseo era retomar su oficio, y, según otros, tantos honores se le subieron a la cabeza y le trastornaron. Abandonado por buena parte de sus fieles, fue asesinado mientras dirigía a la multitud un inflamado discurso. Otro vecino señalado de Nápoles era José de Ribera, “El Españoleto”, que se instaló en la ciudad atraído por el elevado número de mecenas, cuya riqueza era generada por su pujante actividad comercial. Vendía bien su pintura, siendo sus principales clientes la Iglesia y los españoles adinerados, y gozaba de gran reconocimiento, lo que llevó a decir que, en Nápoles, se sentía bien apreciado y pagado, por lo que no contemplaba mudarse. Faltaba mucho para que el aventajado discípulo de Canavaggio fuera tachado de pintor truculento que mojaba sus pinceles en la sangre de los santos, en clara alusión a su vasto catálogo de martirios. Cuando tuvieron lugar los sucesos que sacudieron la ciudad, tenía 56 años. Restablecido el orden, un episodio amoroso protagonizado por don Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, y una de sus hijas derivó en escándalo, lo que perturbó su vida y, tal vez, afecto a su salud, siendo el resultado de todo ello que su actividad profesional decayó. En torno a los tres personajes gira la pieza de Francisco Nieva, primera de su Trilogía italiana y perteneciente a lo que el propio autor calificó de teatro de farsa y calamidad. No se desprende de sus biografías que las relaciones entre ellos fuera tan estrecha como las que estable nuestro autor. Se sabe que en sus inicios, Rosa pasó por el taller de Ribera, pero no se habla de que existiera rivalidad entre ambos, al menos del alcance de la que mantuvieron el pintor español y Massimo Stanzione. Por lo que respecta a Masaniello, es probable que Rosa, aunque simpatizara con su causa, apenas tuviera relación con él. Su simpatía se deduce del contenido de una de las numerosas sátiras que salieron de su pluma y del hecho de que le hiciera un retrato. Así, pues, la obra está lejos de ser el relato fiel de un hecho histórico. Lo que hace es servirse de él para ofrecer un discurso que tiene que ver con lo que el dramaturgo piensa sobre la función del artista y de su papel en la lucha política y social. No es la primera vez que Salvatore Rosa inspira una creación literaria o escénica. Sobre su figura se han hecho ballets, operas, piezas dramáticas y novelas. Precisamente la lectura de una de ellas, Signor Formica, de E.T.A Hoffmann, brindó a Nieva la idea de incorporar a su galería de personajes, el del pintor napolitano, al que con mayor o menor fundamento se le situaba, en su juventud, conviviendo con bandidos y, durante los dramáticos acontecimientos de Nápoles, formando parte, junto a otros pintores, de la Compañía de la Muerte, cuya ocupación predilecta era el asesinato con nocturnidad y alevosía de ciudadanos españoles. Ya puesto manos a la obra, buceó en otros textos en busca de materiales que le fueran útiles para su proyecto y los encontró en el melodrama Salvator Rosa, del dramaturgo novecentista francés Ferdinand Dugué, y en el tratado Sublevación de Nápoles, capitaneada por Masaniello, con sus antecedentes y consecuencias hasta el restablecimiento del gobierno español, del Duque de Rivas, de los tomó prestado el retrato del pescador encaramado al pedestal de la fama y de la locura. Pero volviendo al protagonista, a quien de verdad se parece el Salvator (ya sin la “e” final) Rosa de Nieva es al propio Nieva, de modo que bien podemos considerarlo como un autorretrato camuflado. A ambos une, en primera instancia, la versatilidad artística, que abarca la pintura, la vocación literaria y la actividad escénica. Las coincidencias continúan con su rebeldía creativa y forma de entender la vida, que los amigos de la ortodoxia definirían como extravagante. La obra viene a ser una reflexión sobre la condición del artista y el alcance de su compromiso político cuando se siente llamado a asumirlo. Salvator Rosa representa al creador dueño de su libertad para saltarse las reglas establecidas, cuyo intransigente celador en la pieza resulta ser José de Ribera, guía y cabeza del realismo rancio, y siniestro representante de la España inquisitorial y negra. Lo que reclama su intervención en el alzamiento popular contra los abusos del poder es la conducta de Masanielo, quien alcanzado el mando de las masas, incapaz de ejercerlo con mesura, las tiraniza y las somete a sus caprichosos excesos. Perdido el norte, se convierte en el mayor enemigo de la revolución que encabeza y, a punto de acudir a una reunión con el Virrey, Rosa decide disfrazarse con sus ropas y sustituirle. Empeño inútil en el que cosecha un rotundo fracaso, que, sin embargo, logra presentar como un triunfo: el del artista. Si en Masanielo se cumple aquello de que los padres de las revoluciones están entre sus primeras víctimas, aunque sus despojos acaben recibiendo honores póstumos, a Salvator Rosa le salva su condición de artista fabulador y el derecho, reivindicado por Nieva, “a crear sueños fantásticos y divertidos, amorales y, paradójicamente, ejemplares”. No le falta razón, aunque no le asista del todo, cuando pone en boca del protagonista estas palabras: “La batalla de Lepanto la ganó el Tiziano y la revolución de Nápoles, Salvator Rosa”. De principio a fin, reconocemos en esta obra la impronta del teatro de Nieva: su imaginación desbordante, su espíritu vanguardista y la calidad y riqueza de una escritura que bebe en la de nuestros grandes clásicos y en la de los maestros contemporáneos, con Valle a la cabeza, mezclándolas hasta obtener un lenguaje propio de enorme riqueza. De llevarla a escena se ha ocupado Guillermo Heras, que ya dirigió con acierto, en su etapa al frente del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, la reópera Aquelarre y noche roja de Nosferatu. En esta ocasión, ha concebido una puesta en escena que subraya lo que la obra tiene de fiesta teatral. La música alegre de Tomás Marco contribuye a que así sea. También el vestuario de Rosa García Andújar y la escenografía del artista argentino afincado en España Gerardo Trotti, que recuerda los figurines y bocetos diseñados por el propio Nieva para acompañar la edición de la obra. El dinamismo de la acción arropa el texto, bien defendido por un solvente reparto. A su cabeza está Nancho Novo, en uno de sus mejores trabajos. Recrea un Salvator Rosa seductor, estrambótico, siempre activo, atento a cuanto le rodea y dispuesto a sacar provecho de cualquier situación que sea favorable a sus intereses. Con igual pasión se aplica tanto a la conquista de las mujeres que se ponen a su alcance como a la defensa de su libertad de artista plural y rompedor y no tiene rubor en, cual hábil alquimista de salón, mudar sus fracasos en éxitos. Gabriel Garbisu interpreta a un rudo Masanielo que, de héroe popular, deviene en ídolo caído tras hacer un uso desmedido del poder que le ha otorgado el pueblo. Cumple al pie de la letra la doble función que Nieva le asigna en la lista de personajes de cabeza de la revolución y mártir del pueblo. Alfonso Vallejo, como José de Ribera, el sumo sacerdote de la escuela realista, es la viva estampa de una España intransigente y en permanente luto. Juan Meseguer es el judío Cebadías, marchante de poca monta que tiene a la venta los cuadros de Rosa y negociante oportunista a la caza de ingresos, sin que le importe demasiado de dónde vienen, lo que le lleva a ejercer, entre otras tareas, la de recaudador del impuesto sobre la fruta. El papel del librero y también judío Batuel lo asume Juan Matute, quien nos lo presenta como el tipo pesimista, de colmillo retorcido y traicionero imaginado por el autor. Isabel Ayucar, Beatriz Bergamín, Ángeles Martín y Sara Sánchez interpretan a otra tantas mujeres altamente representativas del extenso repertorio femenino que habita el teatro de Nieva. La primera es Gezabel, locamente enamorada de Salvator Rosa , amén de infame hija de Cebadías, al que trae de cabeza sin más intención que la de sacarle de quicio; la segunda, Rubina, adorable “virgen del pueblo”, presa fácil para apuestos cazadores al acecho; la tercera, Floria, licenciosa dama romana, tan amante del arte como poco versada en él; completa el cuarteto la joven napolitana del montón llamada Lavinia. Alfonso Blanco es el divertido, malvado, caprichoso y transgresor enano Pittichinaccio, que gusta de desplazarse en brazos de la gente como si fuera un bebé y que en sorprendente acto de travestismo muda de mujer en hombre. Carlos Lorenzo y Sergio Reques son Spadaro y Falcone, oscuros personajes de la cuerda de Ribera, al que sirven mientras les es provechoso y al que traicionan cuando los vientos que soplan les son adversos. Cierran el reparto Javier Ferrer y José Luis Sendarrbias, que no figuran en la lista de personajes imaginados por Nieva y que ejercen de bailarines duchos en acrobacias.
Título: Salvator Rosa o El artista
|