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LOS NEGROS. CULTURAS ENFRENTADAS |
Los aborígenes felices, inferiores y primitivos |
LOS NEGROS CULTURAS ENFRENTADAS
En el escenario, un grupo de negros celebra, en torno a un túmulo vestido con un lienzo blanco, el sacrificio ritual de una mujer blanca. Desde una tribuna cercana, cinco individuos son testigos del acto y se disponen a juzgar a los culpables del asesinato. Se trata de los representantes del poder de un estado colonial. No hay lugar a dudas. Su vestuario define la condición de cada uno de ellos. Allí están la reina, su ayuda de cámara, el gobernador, un misionero y un juez. Llama la atención que estos personajes son representados por actores negros que se cubren el rostro con máscaras blancas. ¿Pero de qué trata Los negros? A primera vista, es una obra que denuncia el colonialismo. Así, sin más. Al menos eso se desprende de las declaraciones de numerosas voces autorizadas que Su teatro no es de carácter moral. Su propia biografía, asumida plenamente sin remordimientos de conciencia, le impedía juzgar la bondad o maldad de las acciones humanas. Tampoco es reivindicativo de ninguna causa, por justa que sea. El asunto del colonialismo es, en su opinión, de orden político y, en todo caso, la liberación de los oprimidos depende, fundamentalmente, de ellos mismos, siendo su arma más eficaz la acción directa. Nunca, desde luego, el teatro. Genet aborda otras cuestiones. En declaraciones formuladas hace décadas decía que su intención en esta obra y en alguna más salida de su pluma era la de dar voz a algo profundamente enterrado que los negros y otros seres marginados son incapaces de expresar. En consonancia con ello, hay quien cree que Genet trataba de que los blancos comprendieran la actitud real de los negros, lo que no resulta fácil debido al enorme desconocimiento que preside sus relaciones. Eso pensaba George Wellwarth a propósito de esta obra, idea que, en líneas generales, comparto. Según él, para el hombre blanco solo existe lo que sus ojos ven y el hombre negro contribuye a que así sea mostrando lo que aquél espera ver. El resultado es un espectáculo en el que los aborígenes se muestran felices, inferiores y primitivos, dando saltos en un claro de la selva en espera de ser civilizados por los misioneros o de entrar a trabajar en alguna factoría. Para expresar todo esto, Genet recurrió a la ceremonia, como ya había hecho en Las criadas y El balcón, e impuso ciertas reglas. Entre ellas, la exigencia de que los actores fueran negros. Quizás convenga aclarar las dudas surgidas respecto a esta cuestión, suscitadas a partir de la información un tanto equívoca difundida a propósito de la puesta en escena que comentamos. Para despejar cualquier duda, baste recordar que, en cierta ocasión, el propio autor negó la autorización para representar la obra en Polonia ya que no se logró encontrar actores negros que hablaran polaco. La dificultad para cumplir tal requisito fue la causa de que Miguel Narros renunciara a montarla en España en 1970. Lo hace ahora, cuarenta años después, y hay que decir que es admirable que durante tan larga espera no haya decaído su interés por afrontar tan difícil reto. Lo ha hecho a partir de la adaptación de Juan Caño Arecha, respetuosa con la obra original, como también lo es la escenografía de Andrea D’odorico, que reproduce con fidelidad los espacios escénicos descritos en las acotaciones. En cuanto al elenco, al fin ha encontrado actores suficientes para completarlo. Otra cosa es que responda a las necesidades de una obra tan exigente en materia interpretativa. Su experiencia, más cinematográfica y televisiva que teatral, es un lastre que acaba pasando factura. Narros extrae de ellos lo mejor que tienen y logra momentos de emoción y gran aliento poético, pero no son suficientes. Tampoco, la belleza de algunas imágenes de notable fuerza expresiva. Hay violencia en el escenario, pero no la que sugiere el texto, sino la provocada por el continuo tono gritón y sin matices con que es dicho. Muy lejos, desde luego, de la que hubiera proporcionado un decidido y claro acercamiento a la crueldad artaudiana. El resultado hubiera sido una violencia más auténtica y visceral que la sugerida por el falso realismo que se nos ofrece. Pero para eso hubiera sido necesario demorar aún más el encuentro de Narros con este admirable texto. Pero la energía se va agotando, aunque él se empeñe en demostrarnos lo contario. En todo caso y aunque tengamos que darle la razón, somos de la opinión de que más vale tarde que nunca.
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