ORESTIADA
Lo que sucede es que tales ideas fueron expuestas por Esquilo a lo largo de las tres obras que componen Orestiada –Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides -, cuya representación integra rebasaría con creces las dos horas que dura este espectáculo. No persigue la reducción liberar al impaciente público de hoy del cansancio que le producen las representaciones largas, ni cabe pensar que Mario Gas se haya propuesto enmendar la plana al autor o sumarse a la legión de adaptadores sin escrúpulos que saquean y destrozan el vasto repertorio clásico. Lo que pretende es aislar aquellas partes del texto que mejor recogen, en el tiempo actual, el mensaje que se ha propuesto transmitir y quizás también esté en su ánimo aliviar la carga de prepotencia masculina respecto a la mujer que hay en la obra. De la difícil tarea se ha ocupado Carlos Trías y hay que decir que su trabajo ha sido respetuoso y sobresaliente. Nada ha añadido, ni alterado. En cuanto a la poda, ha sido limpia, resultando difícil, para los que no conocen la obra original, percibir donde están las heridas. Y ello a pesar de la severidad de la limpieza, que en la última de las piezas, Las Euménides, llega al extremo de convertir el largo proceso al que es sometido Orestes para juzgar sus crímenes en un monólogo que lo resume todo. Otro mérito del autor de la versión es haber alumbrado un lenguaje de aires clásicos que suena bien a los oídos de hoy.
Respecto a la puesta en escena, sorprende que la acción se desarrolle en un escenario inspirado en un coso taurino. No parece el lugar más adecuado para situar la tragedia, ni siquiera con el argumento de que lo ritual está presente en ella y en la corrida de toros. Sin embargo, hay que admitir que, hecha la objeción y olvidando la referencia tauromáquica, el espacio circular, cubierto de arena y presidido por una imponente puerta tras la que habitan el poder y el crimen, es estéticamente bello y satisface las exigencias de un espectáculo concebido para ser representado indistintamente en locales cerrados y al aire libre. La iluminación, diseñada por el propio director y por Carlos Lucena, es un eficaz y lujoso complemento a la sencillez escenográfica. Gracias a ella se alcanzan momentos impresionantes de gran belleza plástica, como la aparición detrás de los burladeros de dos cabezas femeninas decapitadas, cuya sangre –telas rojas- resbala hasta el albero, o el que abre y cierra el espectáculo, en el se muestra, primero, a un guardián asomado a la azotea del palacio que vislumbra a lo lejos, en plena noche, el mensaje de fuego que anuncia que la guerra de Troya ha concluido, y, luego, al mismo centinela con los ojos vendados, condenado a escuchar el estruendo de otras guerras. Diez actores –once si incluimos en el reparto al propio Mario Gas, que se ha reservado el largo monólogo que resume las Euménides – dan vida al coro y a los cuarenta personajes de la tragedia. Mientras algunos, como Emilio Gutiérrez Caba o Constantino Romero, asumen varios papeles, otros comparten uno sólo. Así, Vicky Peña y Gloria Muñoz son Clitemnestra, y Maruchi León y Anabel Moreno, Casandra. Curiosos desdoblamientos de los personajes femeninos, cuyas voces se duplican sin que adivinemos las razones, lo que crea alguna confusión, compensada, eso sí, por el duelo interpretativo que nos ofrecen ambas actrices, de muy diferentes registros. Mario Gas ha conseguido configurar un reparto en el que abundan nombres prestigiosos, como los ya citados. Siendo de tan distinto calado los personajes que interpretan, no cabe, en los límites de esta reseña, un análisis pormenorizado de su trabajo. Pero sí podemos destacar, como denominador común, la calidad de sus voces. Pocas veces nos es permitido escuchar tantas y tan buenas reunidas en un escenario.
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