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DOÑA ROSITA LA SOLTERA, Perfecta factura formal |
DOÑA ROSITA LA SOLTERA
El espectáculo revela una notable perfección formal, un esmerado cuidado de los detalles. La belleza del vestuario, la elegante y moderna funcionalidad del espacio escénico, la expresiva y delicada iluminación responden a un criterio profesional y estético riguroso, que confirma las expectativas del público más exigente. Sin embargo, hay algo en este espectáculo que pide un análisis más estricto. El texto dramático, pese al prestigio de quien lo firma, evidencia, en mi opinión, una escritura desigual y vacilante en este caso. La acción avanza con lentitud desesperante y el conflicto no llega a adquirir dimensiones verdaderamente universales, no trasciende el ámbito del melodrama costumbrista, por más que se quiera revestir, por parte de algunos panegiristas, de denuncia acerca de la situación de la mujer, que queda desdibujada en medio de historias menores que tratan de apuntalar en vano la endeble acción principal. Sobran narraciones colaterales y hasta personajes, como el de Martín, carentes de función dramática en la acción dominante.
Narros, consciente de todo ello, sin duda, ha recurrido a una estilización de algunos personajes y situaciones, o al tratamiento festivo y casi farsesco de otras, mediante la invención de elementos espectaculares que alivien el tedio o el empalago de tantos pasajes. O a la sobria y excelente labor actoral de Fernando Sansegundo en la imposible escena de Martín. Pero no siempre es posible resolver las carencias del texto, ni se consigue, en todos los casos, armonizar unas soluciones escénicas que transitan de lo trágico a lo cómico y de lo lírico a lo costumbrista, porque falta muchas veces una razón dramática poderosa que lo justifique. Y todo ello a pesar del esfuerzo de la dirección, cuyo principal defecto es, precisamente, que se advierten demasiado los propósitos de salvar lo insalvable. De este modo, el espectáculo se deja ver con agrado, pero se siente el peso de la lentitud y de la falta de verdadera dramaticidad, que invita a preguntarse incluso sobre la necesidad de un trabajo, impecable, sí, pero previsible y hasta redundante. La interpretación no siempre evita estos problemas. La labor de Verónica Forqué parece errática y desmesurada, ajena a todo cuanto acontece en escena. La creación de un actor solvente como Roberto Quintana se resiente de la falta de condiciones de su personaje. Muchos otros quedan en el mero bosquejo a que aboca su presencia en la escena. El trabajo que realiza Julieta Serrano es correcto, pero sin brillo. Sí lo consigue, sin embargo, Alicia Hermida, en el agradecido papel del ama, enésima versión de la fiel y deslenguada sirvienta de la tradición teatral española, portadora del ingenio y el sentido común, que tan buenos resultados ha proporcionado y proporciona en nuestro escenarios y a los que tantas buenas actrices han sabido dar adecuada respuesta. Para ella fueron las ovaciones más entusiastas de la noche. Y funcionó también el trabajo interpretativo de Ana María Ventura en otro personaje eterno del teatro y de la literatura española: la mujer que tiene que mantener a sus hijas y sostener además un nivel social muy superior a los ingresos económicos y ha de recurrir para ello a la simulación y adoptar pintorescas estrategias. Queda consignado también el trabajo pleno de profesionalidad de Fernando Sansegundo, cuya labor merece, una vez más, el reconocimiento del crítico.
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