Soledad recibe con sorpresa la noticia de que está embarazada. No puede ser, dice. Ha tomado precauciones. Pero el médico insiste. Ella asume el hecho con resignación.
Herminia y Ana son dos mujeres inseparablemente unidas. Cuando los espectadores accedemos a la sala las encontramos sentadas en el suelo, al fondo del escenario, apoyadas contra la pared, desnudas y entrelazadas por sus cabellos.
La larga cena de Navidad es un clásico del repertorio universal. La pieza breve de Thornton Wilder escenifica, en apenas una hora, la historia de varias generaciones de la misma familia a través de la tradicional cena navideña.
En Antígona, Anouilh despojó al mito del ropaje de la tragedia y lo vistió con el propio del de los ciudadanos de los primeros años de la década de los cuarenta del siglo pasado, cuando se estaba gestando el mayor conflicto bélico de la historia.
La crítica que publicamos a continuación no apareció integra en ReseÑa, en su momento, pero se recuperó en un artículo sobre la temporada teatral de 1999, que firmó el autor de la crítica Soledad y ensueÑo de Robinson Crusoe (1999), Eduardo Pérez Rasilla.
En los primeros años de la década de los ochenta, Ignacio del Moral escribe Soledad y ensueño de Robinsón Crusoe, una inteligente relectura de la célebre novela de Defoe.
La acción comienza con un informativo en la televisión. El domicilio del magnate de la comunicación, Creonte, ha ardido y ha fallecido en el incendio el dueño de la mansión y su hija, la prometida de Jasón.
Ya no son tan habituales en el repertorio. Durante algunas décadas la fórmula de la cena de matrimonios invadió las carteleras y se convirtió, de hecho, en un subgénero.
La primera entrega de La tristura era ya muy prometedora. Tuvimos ocasión de consignarlo cuando se estrenó en El Canto de la Cabra La velocidad del padre, la velocidad de la madre, que permitía atisbar ya la realidad de una compañía con estilo propio, con cosas que decir y con voluntad de hacerlo.