![]() |
UN QUIJOTE DEL SIGLO XX |
EL LOCO DE LOS BALCONES
Un quijote fue don Quijote. El quijote por excelencia. El que puso nombre a los que vinieron después. Antes ya existían personas con ideales elevados y defensoras de causas tan nobles y justas como perdidas, pero se las llamaba de mil otras maneras. Entre los que recibieron el apelativo que hizo fortuna, hubo uno de carne y hueso llamado Bruno Carlo Dionigio Amulio Antonio Roselli Cooni, profesor de historia del arte que tras la Segunda Guerra Mundial abandonó su Florencia natal para instalarse en Lima, en cuya Universidad de San Marcos continuó su labor docente. Busque el lector curioso su foto en las hemerotecas o en las páginas de internet y verá que era un tipo extremadamente delgado, de frente despejada y mostachos lacios, como los de Cervantes. Era antiguo en el vestir y caminaba apoyado en un bastón que seguramente no necesitaba. Tal vez su vida limeña hubiera pasado sin pena ni gloria si el diario El Comercio de la capital peruana no hubiera iniciado en 1953 una campaña a favor de los hermosos balcones coloniales de la ciudad, cuya existencia se veía amenazada por el progreso urbanístico. La piqueta iba derribando los viejos edificios para que, en sus solares, se alzaran otros nuevos. La primera tarea era elaborar un censo de los balcones y, la siguiente, acometer su restauración. Para ayudar en tal labor, los responsables del periódico requirieron la colaboración del profesor, quien la prestó con tal empeño que acabó siendo el pilar de tal empresa. Su contagioso entusiasmo le permitió reclutar un nutrido grupo de fieles escuderos que le ayudaba en la tarea. Publicó artículos en defensa de tal patrimonio artístico en los que no ahorraba las críticas a las autoridades que hacían oídos sordos a sus demandas. Llegó al extremo de comprar a sus expensas los balcones amenazados, los cuales iba almacenando en un galpón para proceder a su restauración. Cuando dejó de pagar el alquiler del espacio, su dueño prendió fuego a tan preciosa mercancía y ahí empezó el declive del tozudo luchador, que acabaría muriendo enfermo y arruinado en 1970 a los 81 años de edad. Rastros de su memoria quedan en la prensa de la época, en la que aparecían titulares como “Profesor florentino quiere luchar a balconadas”, “El Quijote del balcón” o “Roselli: Lima está siendo destetada”. Vargas Llosa, que conoció al extravagante profesor, se sirvió de él para crear a Aldo Brunelli, el protagonista de El loco de sus balcones. Ambos personajes, el real y el imaginario, tienen mucho en común. Se enfrentan airadamente a los destructores del patrimonio cultural y a los enterradores de la Historia, a los que justifican sus desmanes, so pretexto de actuar en nombre del progreso, a los especuladores inmobiliarios, a los políticos corruptos o ciegos… Nada nuevo. Cuántas ciudades del mundo han sido y son víctimas de ese proceso sin que hayan tenido un Quijote soñador que haya roto una lanza por evitarlo. Pero el escribidor Vargas Llosa le ha añadido cosas de su cosecha que dan al relato otra dimensión dramática, cual es la de mostrar los estragos que estos abogados de causas perdidas provocan en el seno de sus propias familias. Ileana, personaje de ficción, es la hija de Brunelli y participante activa en la cruzada emprendida por él, la cual, a sus veintisiete años, descubre que ha sacrificado inútilmente los mejores años de su vida. Casada, no por amor, sino para alejarse de su progenitor y de su estéril lucha, su confesión pone al profesor ante la cruda realidad. Abatido, no halla mejor salida que prender fuego a los balcones almacenados en el galpón y suicidarse. Sin embargo, la imaginación del dramaturgo ha buscado otro desenlace que, en beneficio del público, no desvelaré, pero que pone un broche original y no menos adecuado a la tragicomedia. La versión que se representa bajo la cuidada dirección de Gustavo Tambascio, introduce algún cambio respecto al texto original, aligerándole ligeramente y suprimiendo a doña Enriqueta y doña Rosa María, personajes secundarios, cuyas intervenciones son descritas por otros. Con todo, la primera parte del espectáculo, la que muestra la imposible batalla del loco de los balcones, peca de reiterativa, sensación que no logra borrar la buena escritura del autor. Cuando el conflicto familiar estalla, la acción adquiere un sesgo más teatral y la representación levanta el vuelo, manteniéndole hasta el inesperado final. Ricardo Sánchez Cuerda se ha ocupado de la escenografía, cuyo elemento principal es un imponente balcón de madera que preside, desde un lateral, el escenario. A sus pies, con dimensiones más modestas, se extienden los demás espacios en los que se desarrolla la acción. Un reparto equilibrado arropa el trabajo del protagonista. Lo integran Juan Antonio Lumbreras, un borracho iluminado; Carlos Serrano, en el papel del joven Diego, hijo del arquitecto Cánepa que se suma a la causa del “loco” y se casa con Ileana; Emilio Gavira, en del doctor Asdrúbal Quijano, político despreciable de mente obtusa; Alberto Frías, en el de Panchin, joven agitador de origen indígena enamorado de Ileana; Javier Godino, en el de Teófilo Huamani; Fernado Soto, en el del arquitecto Cánepa, rostro visible de los artífices de la nueva Lima; y Candela Serrat, una Ileana cuya simpatía nos cautiva cuando su lucha es la de su padre y que nos conmueve cuando confiesa su frustración. En el centro, un José Sacristán en el mejor momento de su carrera, dueño de una voz grave y de un físico que le van bien al personaje, como le cuadraban al Don Quijote que ha venido representando hasta hace pocos meses.
Título:El loco de los balcones
|