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LA MUJER JUSTA EL FIN DE UNA CULTURA |
Mendoza ha hecho un trabajo meritorio. |
LA MUJER JUSTA EL FIN DE UNA CULTURA
El punto de partida de La mujer justa es una novela del escritor húngaro Sándor Márai, nacido con el siglo XX y muerto ochenta y nueve años después en Estados Unidos. Consta de tres monólogos en los que cada uno de los protagonistas –dos mujeres y un hombre- ofrece sus puntos de vista sobre la historia que ha ligado sus vidas. Peter, miembro de una familia acaudalada, estuvo casado con Manka, perteneciente a su misma clase social, pero con menos recursos económicos. Algunos años después, el matrimonio se rompió y él se casó con Judit, una sirvienta que prestaba sus servicios en su casa paterna por la que siempre se había sentido atraído. Como la anterior, esta relación tampoco fue duradera. En la contraportada de la edición española se dice que estamos ante una narración dominada por la pasión, las mentiras, la traición y Ese proceso queda perfectamente plasmado por el hecho de que el novelista escribió los dos primeros monólogos – los de Manka y Peter, por ese orden- en vísperas de Eduardo Mendoza ha convertido las más de cuatrocientas páginas de la novela en una pieza teatral de apenas dos horas de duración. Muchas cosas importantes se han perdido durante el proceso de reducción. Se conserva, eso sí, lo esencial, aunque para muchos conocedores de la narración no sea suficiente, lo que mantiene abierto el debate sobre la bondad y hasta la licitud de este tipo de empeños. No obstante, hay que reconocer que, desde el punto de vista dramatúrgico, Mendoza ha hecho un trabajo meritorio. A partir del respeto al esquema monologal de la narración, en el que cada personaje se dirige a sendos interlocutores invisibles, ha creado una estructura dramática en la que buena parte de los falsos soliloquios se escenifican. La fórmula es sencilla y eficaz: los personajes a los que cada uno alude, comparecen en escena y toman Fernando Bernués ha hecho una elegante puesta en escena para la que ha concebido, con la colaboración de Edi Naudo, una excelente escenografía, cuyos principales elementos son tres grandes espejos colocados al fondo del escenario. No se reflejan en ellos lo que hacen los personajes, sino la atmósfera que los envuelve. En este escenario, Bernués ha dirigido con buen pulso al reducido grupo de actores. Rosa Novell, en la mujer que no se resigna a perder al esposo, pero tampoco encuentra la forma de retenerle a su lado, transmite su zozobra con porte elegante y calculada serenidad. Camilo Rodríguez encarna a un sobrio y vacío Peter tan falto de entusiasmo como incapaz de salirse del guión que, como miembro de la alta burguesía, le corresponde. Ana Otero, la criada ambiciosa que logra alcanzar el rango de burguesa consorte, pecha con un texto de una calidad literaria inimaginable en una persona de su condición, lo que es un lastre en sus primeras intervenciones. Pero en el tramo final luce sus mejores dotes de actriz, alcanzando cotas de excelencia, cuando su personaje, de vuelta de su escalada social y con los pies en la tierra, se convierte, entre el rencor y la conmiseración, en narradora del desastre. Ricardo Moya, en fin, es Lazar, el escritor consciente de los males de su clase que, bajo la máscara de una burla fina, finge ignorarlos y aguarda, sin oponer resistencia, el desenlace que arruinará su vida.
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