La reposición de La villana, zarzuela de Amadeo Vives con texto de los inevitables Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw, ha sido una de las sorpresas de la temporada. No porque hayamos descubierto los valores de una obra injustamente olvidada, sino por todo lo contrario. De todas formas, el olvido de La villana era solo relativo, porque existe una grabación casi integra de su música (Columbia, reeditada en la coleccion «La Zarzuela», números 61 y 62 de Zacosa), dirigida por Enrique García Asensio, el mismo maestro encargado de defenderla en la puesta en escena que nos ocupa. Pero su revisión escénica hadado lugar no sólo a una decepción, sino también a una serie de reflexiones. Basada en Peribáñez y el comendador de Ocaña, una de las más hermosas comedias de Lope de Vega, La villana es una obra que no carece de atractivos, pero que es más ambiciosa que otras piezas del autor, como la magistral Doña Francisquita, también basada en un Lope, La discreta enamorada. Pero lo que en ésta es ligereza e ingenio sumamente conseguidos, en La villana es una pretensión excesiva para las capacidades de un músico bien dotado pero que no podía acometer la empresa de crear algo ya inviable: la ópera nacional. Es preciso insistir en esto: la ópera nacional es un fenómeno que no se ha dado en España no sólo por la incultura de un público burgués italianizado que no supo crear ese fenómeno; también tiene que ver la limitación propia de nuestros compositores. Acaso el joven Vives podía haber hecho lo que el Vives de finales de los años veinte ya no podía acometer. Porque este Vives había sucumbido, como mucho antes Barbieri o Chapí, otros dos grandes del género, a la tentación zarzuelera. Las pretensiones de Doña Francisquita, limitadas, están conseguidas con creces, pero la excesivas de La villana – ópera castellana, unión española frente a ese enemigo común que aparece antipáticamente personificado en el judío David (resulta hoy repugnante ese racismo esencial de la obra), carácter popular de las melodías a ejemplo de las ya cristalizadas escuelas operísticas eslavas, etcetera – naufragan en los resultados. Si a esto añadimos una rutinaria puesta en escena de Angel F. Montesinos y una batuta poco propicia a poner inspiración donde no la hay previamente, tendremos el cuadro de lo que ha supuesto la reposición de marras: un espectáculo donde los escasos encantos de la música (conjunto del final del acto I) son servidos con mediocre corrección o despiadada desgana y ausencia – lógica- de convicción. Prefiero no mencionar a los cantantes en un reparto que cambiaba los protagonistas en cuatro ocasiones a los largo de las distintas representaciones y entre cuyos componentes había tremendas desigualdades pero, sobre todo, ausencia de criterios a la hora de establecer los repartos. Citaré un caso: Alfonso Echevarría tiene mejores cualidades que las demostradas en su cometido de David, simplemente porque no es ese papel el adecuado a su tesitura real ni a su cuerda. Esta falta de criterio se ha venido demostrando en la actual temporada lírica, en la que una suerte de «vida cartagena» oficial parece querer cumplir simplemente con encargar a españoles el grueso de cada reparto. En resumen: no todo los olvidos históricos son injustos; no todas las recuperaciones – y menos así – son encomiables. Obra: La villana.
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