LOS CENCI
VIAJE A LOS ORÍGENES DEL TEATRO DE LA CRUELDAD
¿Qué tiene más sentido, resucitar el teatro de Artaud o seguir el rastro de la influencia que dejó en quienes asumieron su herencia y la rentabilizaron con éxito? Me refiero al Living Theatre, La Fura del Baus o Tomaz Pandur, por citar tres ejemplos correspondientes a momentos diversos y conocidos por el público español. La cuestión no es baladí.
Los Cenci se acerca bastante a las teorías sobre el Teatro de la Crueldad expuestas por Artaud en El teatro y su doble y más en concreto en los dos manifiestos incluidos en él, pero no es su expresión exacta, aunque se aproxima bastante. Lo prepara, en palabras suyas. Su estreno en el parisino teatro Folies-Wagram, que tuvo lugar en mayo de 1935, tres años antes de la publicación del ensayo, fue un fracaso, pues la obra apenas se mantuvo en cartel un par de semanas. No es extraño, ya que se trataba de una propuesta transgresora que rompía con el teatro al uso. Lo cierto es que las ideas de Artaud han tenido largo recorrido y siguen vigentes, mientras que, por el contrario, el vuelo de su obra dramática ha sido corto. Lo fue el de La conquista de México, su primer experimento escénico del teatro de la crueldad. Y se repitió con Los Cenci, aunque llame a engaño la permanencia del título, que no del poco conocido texto, en lugar destacado de la bibliografía del autor maldito. El peligro de su recuperación es que, pasados cincuenta años de su alumbramiento, las expectativas no se cumplan. El tiempo no pasa en balde y lo que un día fue condenado por escandaloso hoy, cuando con frecuencia la realidad supera la ficción, puede ser visto como un ejercicio de provocación ingenuo. El riesgo asumido por Sonia Sebastián es, pues, grande. Tratar de poner a Artaud en su sitio es loable. Por eso, con independencia del resultado de la apuesta, hay que aplaudir su decisión. Señalemos, porque es importante, que la dramaturga no parte de cero. En 2010 alumbró un texto titulado El poder de la sangre, para cuya redacción se inspiró en Los Cenci. Sin duda, aquel proyecto fue el germen del que ahora nos ocupa. Aunque su difusión se limitó a varias lecturas escenificadas, la buena acogida que tuvieron debió de servir de acicate para acometer, con más medios, la actual empresa.
Antes de entrar en detalles, digamos que Sonia Sebastián sale airosa del empeño. Su versión del texto contiene no pocas licencias respecto al original, pero permanece lo esencial de la historia contada por Artaud sobre Francisco Cenci y su familia. Del repertorio de atropellos descritos por Artaud, Sonia Sebastián no suprime ninguno, pero subraya, en clara identificación con la violencia machista tan presente en nuestra sociedad, todo lo que tiene que ver con el maltrato que padece su esposa Lucrecia y con la violación de su hija Beatriz.
En la puesta en escena, Carmen Castañón ha resumido las galerías, estancias, jardín y murallas del palacio Cenci y demás espacios indefinidos en los que Artaud sitúa la acción, en una construcción a cielo abierto y, sin embargo, claustrofóbica, con espacios delimitados por entramados metálicos, los cuales, situados a distintas alturas, se comunican mediante escaleras angostas o empinadas. Con claro propósito de romper el corsé del escenario a la italiana, en determinados momentos, la directora prolonga el espacio escénico al patio de butacas y a los palcos altos de proscenio. Una piscina de paredes transparentes preside esa especie de cárcel. En ella bucea Beatriz cuando se alza el telón. Sus aguas, tranquilas al principio, se agitan como en una tormenta cuando la tragedia se consuma.
En esta escenografía, que tiene mucho de cámara de tortura, Sonia Sebastián ha ido incrustando las piezas del rompecabezas artaudiano siguiendo las pautas marcadas, tanto en las acotaciones del texto, como, sobre todo, en la nota redactada por el propio autor a raíz de su montaje de la obra. En su escrito, da más importancia a los gestos y a los movimientos de los actores que a lo que dicen. En el fondo, desconfía de la capacidad de las palabras para transmitir con profundidad el pensamiento de los personajes. De ahí que considere imprescindible la participación de maniquíes, porque, con su presencia, contribuyen a que aquellos expresen mejor lo que les tortura. En cuanto a la interpretación, reclama a los actores que muestren el lado violento de sus criaturas y que se sumerjan en esa atmósfera de mente perdida que envuelve a los héroes de los grandes cuentos. En otro orden de cosas, para Artaud es esencial envolver a los espectadores en una red de vibraciones sonoras tejida con gritos, doblar de campanas, latidos de corazón amplificados y una música estridente.
A plasmar tales propuestas, se ha aplicado Sonia Sebastián. En líneas generales lo consigue. Hay momentos gran fuerza expresiva en los que la tragedia que se representa encuentra el mejor marco posible. También cabe formular algún reparo. Hay aportaciones que chirrían o rebajan el grado de tensión que requiere el espectáculo. Tal sucede con los movimientos coreográficos que se insertan en la primera parte y con los reiterativos ejercicios acrobáticos, a caballo entre el baile de cabaret y la gimnasia, que realiza Lucrecia en una barra americana. Nada que objetar al vestuario de inspiración gótica que ha diseñado Alberto Valcárcel ni a la música para percusión de Juan Pedro Acacio. El punto débil de la puesta en escena reside en la interpretación. Siendo correcto el trabajo actoral, queda lejos de alcanzar el grado de exaltación exigido por los personajes. El horror que deben inspirar, solo está a punto de producirse en el último tercio de la representación, tras el asesinato del tirano. Las excepciones a estos reparos son Maru Valdivieso, en el papel de Lucrecia, y, sobre todo, Celia Freijeiro, cuya Beatriz conmueve y desazona.
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