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LUCES DE BOHEMIA ESPERPENTO EN PENUMBRA |
LUCES DE BOHEMIA ESPERPENTO EN PENUMBRA
Luces de bohemia es un regalo envenado para los directores. Desde que José Tamayo la llevara a escena en 1970, muchos son los que han asumido el reto buscando plasmar en el escenario aquello que Valle llamó el esperpento. Nadie lo ha conseguido hasta ahora y es posible que, los que han salido más airosos de la empresa, hayan sido los que deliberadamente dejaron de lado tan ambiciosa meta y siguieron sus propias pautas estéticas. Puede decirse que buena parte de las versiones vistas han pasado sin pena ni gloria, dejando, en el mejor de los casos, algún que otro detalle para el recuerdo, en especial los memorables Max Estrella de Rodero y los Latino de Híspalis de José María Prada y Agustín González. Le ha tocado el turno a Lluis Homar, quién recibió el encargo del anterior director del Centro Dramático Nacional. Su propuesta no supera las cotas alcanzadas hasta ahora ni resuelve el enigma del esperpento, que sigue sin ser desentrañado, quizás porque pertenezca al mundo de la literatura y no al de la representación escénica. Más le sobra dignidad para que aplaudamos su trabajo y para que nos felicitemos de que Luces de bohemia siga estando presente en nuestros escenarios, aunque sea de tarde en tarde y no con la frecuencia deseable para la obra cumbre del teatro español del pasado siglo. Bienvenida sea, pues. Dicho esto, señalemos, en el capítulo de aciertos, la escenografía de Lluc Castell, que desarrolla y amplía la descripción que, en la escena segunda, Valle hace de la cueva de Zaratustra. Rimeros de libros hacen escombro y cubren las paredes, dice el autor. Y en consonancia con ello, el escenógrafo alza en los laterales dos imponentes muros en los que los libros sustituyen a los ladrillos. En el suelo, más libros. Libros por todas partes y, en medio, el espacio desnudo que acoge los lugares capitalinos recorridos por Max y don Latino, al que se accede, desde una pasarela metálica elevada, por una angosta y larga escalera, y, desde el subsuelo, por otra de la que solo vemos el último tramo. Al fondo no hay libros, pero sobre la superficie oscura se proyectan fragmentos de las acotaciones de En el apartado de los desaciertos hay que poner, en primer lugar, la oscuridad que envuelve el espectáculo, no exigida por el texto, aunque el Madrid de la época no fuera una luminaria, sino por la creciente manía de expulsar la luz de los escenarios, consiguiendo que, cuanto en ellos sucede, tenga cierto aire clandestino. ¡Cuantos gestos y matices pasan desapercibidos para los espectadores que no ocupan las primeras filas! ¡Cuantas veces los personajes no nos parecen seres de carne y hueso, sino sus sombras! Tal vez a esa penumbra quepa atribuir la frialdad de algunas escenas, pero otras razones debe haber para que, dos que suelen conmover – la del preso catalán y la del niño muerto -, no lo consigan. También se perciben intermitentes faltas de ritmo, seguramente subsanables, y sorprende que, en ocasiones, la composición de grupos y la posición de los actores en ellos remita a aquellas funciones de antaño en la que siempre hablaban de frente al público y no al de sus interlocutores. Tal sucede en la conversación que Max y don Latino mantienen con don Gay en la cueva de Zaratustra. El trabajo actoral mantiene un estimable tono medio con algún que otro altibajo, más perceptible en los que interpretan varios papeles. No en todos están a la misma altura. Así,
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