ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA LUIS GAGO ¿Por qué Bach compuso tan poco – comparativamente al menos, si tomamos como referencia la feraz producción de su juventud y primera madurez – en su última década de vida? ¿Y por qué ese énfasis en la música abiertamente especulativa, desligada en apariencia de la vida y la interpretación a ras de suelo? Nunca podremos responder a estas preguntas, pero nadie ha aventurado una hipótesis mejor ni más plausible que un colega suyo que lo admiró sobremanera, el también alemán Paul Hindemith, cuando, en una conferencia leída en Hamburgo en 1950, planteó la hipótesis de que el viejo Bach debió de ser presa de un acceso de melancolía. Pero no de la “melancolía de la impotencia” que Nietzsche adjudicó malignamente a Brahms, sino justo de lo contrario, de una “melancolía de la capacidad”, la que queda reservada para quienes, como Bach, han conseguido llegar a lo más alto. Constatar en la cima su condición de seres humanos, que les impide seguir ascendiendo, es lo que hizo que Bach –conjetura el autor de Mathis der Maler– se refugiara a un tiempo en el silencio y en una música para sí mismo, desgajada del mundo real.
Como la Ofrenda musical, cuya única base es un tema provisto por el rey Federico II el Grande, El arte de la fuga levanta todo su edificio a partir de su minúscula célula inicial de once notas. Este monotematismo a ultranza, radical, acentuado por la naturaleza esencialmente imitativa de fugas y cánones, convierte a estas postreras creaciones de Bach en propuestas sonoras casi obsesivas, que trazan infinitos círculos concéntricos en torno a un mismo motivo y sin apartarse de una tonalidad – aquí, Re menor – que sería luego también la del Réquiem de Mozart o la Novena Sinfonía de Bruckner, obras tan terminales como El arte de la fuga. Bach murió mientras preparaba las planchas para su edición, lo que nos dejó una serie de cruciales interrogantes añadidos, de nuevo sin respuesta posible, empezando por el propio título de la obra, muy probablemente espurio, ya que en su manuscrito autógrafo, depositado en la actualidad en la Staatsbibliothek zu Berlin con la signatura P 200, la caligrafía no es la de Bach, sino la de su alumno y yerno Johann Christoph Altnikol. En cuanto a su presunto carácter incompleto, en el famoso Obituario redactado en 1750 por Carl Philipp Emanuel Bach y Johann Friedrich Agricola, y publicado por Lorenz Mizler en 1754, puede leerse: “Esta es la última composición del autor, que contiene todo tipo de contrapuntos y cánones sobre un solo sujeto principal. Su última enfermedad le impidió completar el proyecto de concluir la penúltima fuga y de elaborar la última, que había de contener cuatro temas e invertirse más tarde nota por nota en las cuatro voces. Esta obra no vio la luz del día hasta después de la muerte del difunto autor”. Efectivamente, la última fuga se interrumpe abruptamente en el compás 239 del manuscrito, poco después de la aparición del tercer tema de fuga, correspondiente al nombre de B-A-C-H (Si bemol, La, Do, Si natural). Justo debajo, una mano otra vez diferente, la de Carl Philipp Emanuel, añadió la siguiente nota: “N.B. Mientras trabajaba en esta fuga, en la que el nombre de BACH aparece en el contrasujeto, el autor murió”. Aunque cuesta interpretar la frase al pie de la letra, este es uno más de los misterios que rodea a uno de los dos cantos del cisne del gran compositor alemán (el otro es la no menos misteriosa Misa en Si menor). Ni en este manuscrito ni en la primera edición aparece mención alguna de instrumentos, una suerte de cheque en blanco que ha propiciado todo tipo de propuestas, aunque el ideal debe ser que esta música vaya impregnándose en sus oyentes, gota tras gota, sin necesidad de colorear o variar su tamaño: cuanto más idénticas sean esas gotas, mejor. La contenida en El arte de la fuga es, tomando prestado el título de la novela de Vikram Seth, “an equal music”, lo que convierte a un cuarteto de cuerda en un traductor ideal de sus pentagramas, por más que sea necesario introducir leves modificaciones en algunos de los contrapuntos para acomodarlos a las tesituras de los cuatro instrumentos. Su escucha será para algunos una experiencia ardua, porque, en sus últimos años de su vida, Bach intentó convertir la música –y la expresión es, de nuevo, de Paul Hindemith– en “pensamiento puro”. Pero opera en nuestro espíritu como un tratamiento de limpieza integral. Con un leve dejo de melancolía. Luis Gago
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