ÚLTIMAS PALABRAS
Últimas palabras de Copito de nieve tiene como protagonista al gorila albino del zoológico de Barcelona, cuya muerte – anunciada – constituyó un sucedáneo, ridículo pero eficaz, de ritual fúnebre colectivo, un ensayo general de falsa pero sentida catarsis popular. Pero el gorila imaginado por Mayorga es un animal parcialmente humanizado, de hondas preocupaciones intelectuales, políglota, lector voraz y exquisito – afrancesado, dirá él mismo -, que se dirige a los numerosos visitantes que han acudido a despedirse de él para hacer sus últimas declaraciones, que constituyen su testamento intelectual, vital y moral. La situación, insólita y de indudable fuerza dramática, recuerda inevitablemente al Informe para una academia de Kafka. Copito se presenta como un heredero de aquel Pedro el Rojo, de quien recibe su sarcástica lucidez, su doliente ironía y su amarga precisión expresiva ante un auditorio que nunca escuchará lo que esperaba, sino que se verá obligado a replantearse unas convicciones desde las que contemplaba al simio e imaginaba sus pautas de conducta. La ventana, abierta a otros mundos, se ha convertido en espejo, que refleja las propias contradicciones. El personaje cabalga sobre inquietantes filos que dejan a los lados el deseo de libertad conseguida mediante la lectura y la reflexión y la condición de eterno cautivo, las reflexiones sobre el sentido de la vida y la muerte y la inevitable representación de un papel previamente asignado, que incluye la interpretación de la propia muerte… minuciosamente preparada por otros, sin dar ocasión a que el protagonista pueda concluir la exposición de su testamento y deje sin respuesta precisamente la cuestión principal sobre la que versaba su discurso. La situación que se deriva de todo ello queda impregnada por un extraño y doloroso humor, el que procede de aquel pirandelliano sentimiento de lo contrario: lo lacerante y lo ridículo conviven en este personaje que provoca la risa del público, pero una risa que, por momentos, congela el ánimo, cuando desvela la ironía que se esconde en nuestra capacidad de creación de mitos colectivos. O cuando nos ayuda a comprender la condición del hombre como ser física y moralmente cautivo, como individuo obligado a repetir unas pautas de conducta que le han sido impuestas, a comportarse como cree que se le reclama. O cuando el discurso queda truncado, una vez más y definitivamente, al abordar lo que parecería más importante. Y esta condición inane y grotesca del personaje hace reír de nuevo. Acaso quepa reprochar a los responsables del espectáculo algún exceso de obviedad, que empaña uno de los textos más sugestivos y más porosos de la literatura dramática última. Esta objeción puede extenderse también a algunos momentos de la interpretación actoral, en los que parece buscarse la respuesta inmediata del espectador o la explicación, innecesaria, de lo que aportan situaciones y personajes. Pero merece elogio la entrega física y la pasión con que se aborda este trabajo. La noche en que asistí a la función, al público no le pasó inadvertida esa dedicación. Es de esperar que, con el rodaje de la función, se pulan algunos contornos, sobre todo en lo que se refiere la interpretación que Gonzalo de Castro hace del difícil personaje del guardián, que requiere tal vez una mayor contención, una confianza en el perfil que el personaje ofrece y en la capacidad del público para comprender una situación cuyas claves le son, sin duda, accesibles. Por lo demás, es preciso subrayar que nos encontramos ante uno de los más atractivos y prometedores espectáculos de este comienzo de temporada. Los amantes del buen teatro harán bien en no perdérselo.
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