La historia se sitúa en una gran biblioteca, configurada por una bellísima escenografía, que sugiere, sin embargo, una cierta opresión, un espacio cerrado y oscuro, tal vez subterráneo, lo cual refuerza a su vez la imagen de la ceguera que aqueja al personaje de Lorena, para quien lee Ismael. Es este elemento espacial, constantemente transformado por una iluminación que lo engrandece o lo achica, el que sustenta la lectura del texto sobre el escenario. Los continuos oscuros, de los que tal vez se abusa, marcan las transiciones temporales a la manera de los fundidos cinematográficos, pero la luz señala también la presencia del misterioso lector y su creciente influencia sobre el ámbito de la ciega Lorena y Celso, su padre.
Sin embargo, no faltan mecanismos propios de la tradición teatral, tratados desde esta singular perspectiva, como la llegada de un personaje, Ismael, a un territorio aparentemente autónomo e invulnerable. Su timidez inicial y la modestia de su tarea, sometida siempre a las férreas exigencias de neutralidad que fija Celso, el poderoso padre de la muchacha, no impedirán que derribe las seguras barreras tras las que se atrincheran los personajes. En efecto, la obligación de leer con entonación neutra los libros que Celso selecciona, no resulta una precaución suficiente: el lector despierta en la mujer ciega una cascada de imágenes, falsas o reales, eso nunca lo sabremos, que transforman su percepción del mundo. Sus miedos y sus obsesiones sexuales se muestran a través de un complejo sistema de proyecciones, de mentiras, de sospechas o de los símbolos que rodean al acto de la lectura: la agitación que Lorena cree percibir en el lector cuando éste habla de fluidos se corresponde con la continua ingestión de líquidos durante el tiempo dedicado a la lectura, por ejemplo. Por su parte, Ismael se compara con la bala de la que se hablaba en un espléndido pasaje de corte faulkneriano, perteneciente a su propia novela, y esa metáfora acierta a expresar su capacidad de penetración en un ámbito que terminará por hacer estallar.
La desasosegante imagen final confirma ese lento pero implacable dominio del lector sobre los dos seres que lo contrataron y que inicialmente lo obligaban a depender de ellos.’ Ahora son tal vez dos personajes más de su imaginación como lector, aquella misma que lo convirtió en novelista intertextual, es decir, en creador de historias a partir de las historias de otros. Una trama que parecía lineal se ve convertida en intrincado laberinto en el que abundan los callejones sin salida, los recovecos o los pasillos difíciles de transitar, los panoramas inciertos y, siempre, los enigmas que deliberadamente no se resuelven. También el espectador, como la ciega Lorena, ha de imaginar a través de su lectura de la fábula escénica, lo que se esconde tras los silencios, las mentiras o las suposiciones de los personajes.
De nuevo la escena final, con la mujer ciega hurgando en los libros que no puede leer, se presenta como algo demoledor, como un desenlace provocativamente desesperanzado tras disfrutar de la lectura de tantos pasajes pertenecientes a los libros consagrados por la tradición cultural de Occidente. La referencia a esos abundantes pasajes y el sentido de esas citas excede las posibilidades de estas líneas, pero el espectador no debe pasarlos por alto.
La dirección ha procurado también ser neutra en el tratamiento del texto y ha evitado que se deslizaran interpretaciones de su sentido. Tan sólo se ha permitido algunos sutiles, y discutibles, rasgos de humor en determinadas acciones. El afán por no perturbar el misterio del texto lleva, desde luego, a un espectáculo limpio, pero también previsible y en ocasiones estático y plano. Ciertamente el trabajo con la iluminación y la música y la capacidad de sugerir de que se ha dotado a la escenografía hacen de El lector por horas un espectáculo pulcro y bien cuidado, pero no siempre se evita una sensación de lentitud o de falta de soluciones imaginativas. La labor actoral es eficaz y sólida, pero en algunas fases de la función se resiente de esta falta de dinamismo. Clara Sanchis tiene momentos brillantes, llenos de intensidad, pero en otras ocasiones sus registros resultan insuficientes para alcanzar los complejos matices que exige su papel. Juan Diego es un actor avalado por una notable trayectoria y su presencia en escena se asocia a la seguridad en la interpretación; sin embargo, me parece que no es arbitrario imaginar un personaje más sutil, tal vez más etéreo, que el que compone el intérprete. Menos acertado me resultó el trabajo de Jordi Dauder, un actor con una voz excelente y un notable aplomo, pero cuyo trabajo acentuaba la sensación de estatismo y hasta de una cierta artificialidad.
Pero parece justo terminar estas líneas con la conclusión que debiera desprenderse de ellas: El lector por horas es uno de los textos más sugestivos de la literatura dramática española última y a partir de él se ha logrado un interesante espectáculo.
Título: El lector por horas. Autor: José Sonchis Sinisierra Dirección: José Luis García Sánchez Escenografía: Joaquin Rey. Vestuario: Ramón Ivars. Iluminación: Quieo Gutiérrez Banda sonora: José A. Gutiérrez Producción: Centro Dramático Nacíonal y Teatro Nacional de Catalunya. Intérpretes: Juan Diego, Jordi Dauder, Clara Sanchis. Estreno en Madrid: Teatro María Guerrero, 9-IV-99.
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El lector por horas. Reseña. Crítica
