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LA NOCHE DE MOLLY BLOOM
Las palabras que acuden a la mente de una Molly incapaz de conciliar el sueño mientras comparte el lecho con su esposo, profundamente dormido tras su periplo dublinés, son un viaje en el que lo vivido y lo soñado se mezclan en busca de una realidad imposible, porque imposible es compartir la sumisión al macho, que ella acepta porque la sociedad lo exige, con los deseos de ser dueña de su cuerpo y de sus actos. Molly es una mujer insatisfecha que reclama su derecho a dejar de serlo, a disfrutar plenamente de lo que ella entiende que es el amor. En su discurso hay un toque feminista, pero se trata de un feminismo sin reglas. Su lucha es individual y emplea como arma un erotismo obsceno, a veces inventado, pero, con frecuencia, inspirado en la propia experiencia íntima matrimonial que tanto detesta. El texto de Joyce carece de signos de puntuación, lo que le convierte en una especie de cascada verbal angustiosa. Sanchis redujo su extensión para adecuarlo a las dimensiones de un espectáculo teatral, lo reordenó y lo convirtió en materia dramática. Consiguió que la acción, muy medida y siempre oportuna, adquiriera un protagonismo que nunca se imponía a la fuerza de la palabra, que, de pensada, había pasado a pronunciada. Ambas convivían sin estorbarse, lo que demostraba que la fórmula funcionaba. No ha percibido el crítico cambios en la recuperación que ahora se ofrece de aquella puesta en escena. Si los hay, son mínimos. El paso del tiempo no ha afectado al contenido de esta aplaudida pieza, sin duda porque el asunto que en ella se trata no tiene caducidad, ni tampoco, por el momento, la forma en que lo plantearon, primero Joyce y, luego, Sanchis. Para quién sí ha pasado el tiempo es para Magüi Mira, la actriz que la estrenó y que, pasados veinticinco años, asume el mismo papel. Todo un reto que planteaba, a priori, no pocas interrogantes. La crítica de entonces elogió su trabajo, que tuvo larga vida escénica. La cuestión ahora es si estaba en condiciones de repetir la experiencia sin que el personaje resultara otro, sin que se viera perjudicado por el capricho de una actriz o de sus compañeros de empresa. Digamos ya que esta Molly Bloom sigue siendo, en lo esencial, aquella. Las dudas quedan satisfactoriamente despejadas desde el instante mismo en que, recostada en la cama, empieza a hablar. Poco importa la edad del personaje y, por tanto, la de su intérprete. Quien está ante nosotros es una mujer en cualquier momento de su vida. Lo esencial es lo que siente y como nos lo transmite. Todo lo demás es superfluo. Magüi Mira, en su espléndida madurez, imparte una lección magistral en la que, a la experiencia adquirida, añade el buen uso de dos herramientas esenciales para el trabajo del actor: la voz y el cuerpo. Aquella la pone al servicio de un lenguaje en el que conviven la procacidad y el humor. Éste no le esconde bajo la ropa o entre las sábanas del lecho conyugal. Deja que asome, juguetea con él y consigue añadir, al lenguaje verbal, otro que, a mitad de camino entre la naturalidad y la provocación, posee una elevada carga erótica.
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