NEEDLES AND OPIUM
Cuando acaba la función y llega la hora de los saludos, salen a recibirlos el actor Marc Labrèche y el acróbata Wellesley Robertson III. Son los que durante algo más de hora y media han protagonizado Needles and opium (Agujas y opio). Luego el escenario es invadido por los técnicos que han hecho posible la representación. Son muchos, pero seguramente ni uno más de los necesarios para realizar, en la sombra, un soberbio ejercicio de prestidigitación escenográfica concebido con medios más modestos hace ya dos décadas, y ahora recuperado, por el canadiense Robert Lepage, creador del laboratorio teatral multidisciplinar Ex machina. De la chistera en que ha convertido el escenario, surge, quedando suspendido en el espacio, un enorme cubo, una de cuyas caras, la más cercana al público, cumple la función de cuarta pared. Pivota el poliedro sobre invisibles ejes verticales y horizontales, provocando continuos cambios de posición que le dan la apariencia de un contenedor que flota en medio de la nada. Las paredes interiores, en las que se abran trampillas que cumplen funciones de puertas y ventanas, se convierten en pantallas sobre las que se proyectan, con la perfección que permiten las más modernas tecnologías, imágenes creadoras de sorprendentes trampantojos y de los múltiples escenarios en los que se sitúa la acción: el firmamento, la habitación de un hotel, un estudio de grabación, una sórdida calleja, un club de jazz, el metro… Los intérpretes se mueven por dichos lugares, los cuales, al girar sobre sí mismos, adquieren el aspecto de las estancias con suelos en rampa y paredes que han perdido la verticalidad, existentes en algunos parques de atracciones. Al iniciarse el espectáculo, Labrèche se dirige a los espectadores con los pies bien plantados sobre el tablado, pero no tarda en levitar y continuar su discurso flotando en un cielo estrellado. Luego le veremos, como a su compañero de reparto, caminar por suelos y paredes desafiando la fuerza de la gravedad. Tal es el marco que acoge una historia que da cuenta de la soledad en que se vio sumergido el propio Lepage cuando, tras romper con su pareja, viajó a Paris para participar en el rodaje de un documental sobre el concierto que Miles Davis había ofrecido en la capital francesa en 1949. Una estancia, la del músico, que supuso un éxito desde el punto de vista artístico y le deparó una breve y al cabo fallida aventura amorosa con Juliette Gréco. De algún modo, el actor quebequés, al evocarla al tiempo que, recluido en la habitación de su hotel, mantiene una lucha consigo mismo por superar el intenso dolor causado por el fin de su relación sentimental, establece un paralelismo con la también desesperada sostenida por Davis con la heroína, a la que sucumbió tras su retorno a Estados Unidos. Mientras asistimos al pulso de ambos por superar el síndrome de abstinencia que les tortura, un tercer personaje, éste habitual consumidor de opio, es rememorado con el pretexto de que, en aquel 1949, tras visitar Nueva York para asistir al estreno de El águila de dos cabezas, viaja de regreso a París. Se trata de su autor, Jean Cocteau, al que Lepage imagina a bordo del avión escribiendo su Carta a los americanos, en la que dio rienda suelta a la impresión que le había causado la ciudad de los rascacielos, a mitad de camino entre la admiración y el desencanto. Siendo la dependencia de la droga – en el caso de Lepage la adición es al amor – el nexo que une a los tres, en el discurso del escritor galo no faltan palabras procedentes de otra de sus obras, la titulada Opio: diario de una desintoxicación. No carece de humor la historia que se nos relata, pues su dramatismo es roto frecuentemente por situaciones cómicas, como las vividas por el protagonista en la habitación del hotel a propósito de los equívocos que se producen en sus conversaciones a través del teléfono con la recepción o su versión en clave de comedia de boulevard de los orígenes e historia de la ciudad de Quebec. Marc Labrèche presta su voz a Lepage y a Cocteau. Mientras lo hace, pasea por las estrellas, se somete a una sesión de fotos para la revista norteamericana Life Magazine, deambula por suelos en pendiente y paredes inclinadas o se sienta sobre el alféizar de una ventana sin que el vacío le haga sentir vértigo. Su trabajo es excelente, tanto en la vertiente dramática del personaje como cuando saca a relucir su vena humorística. Su compañero de reparto, Wellesley Robertson III, que, a sus habilidades gimnásticas, suma su experiencia en el campo de la «perfomance», representa a un mudo Miles Davis que mima su descenso a los infiernos de la droga mientras su música lo invade todo. Cuando la magia de la asombrosa puesta en escena desparece y volvemos a la realidad, uno se pregunta si era necesario tamaño aparato escénico para envolver un texto que, por su contenido, solo requiere buenos actores que lo interpreten, sin más acompañamiento que el sonido de la trompeta de Davis. Porque, en esencia, el tema de la obra es la soledad y, para mostrarla o hablar de ella, sobra tanta parafernalia. Todo cabe en un escenario, faltaría más, pero, a veces, no es bueno distraer al espectador con demasiado derroche técnico, porque lo único que se consigue es desviar su atención de lo que de verdad importa.
Texto: Robert Lepage
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