![]() |
No es necesario insistir demasiado: David Mamet ha logrado notable popularidad en sus varias facetas creativas, y con él retorna buena parte del verbo a nuestros escenarios. Oleanna es una excelente muestra de ello; el espectador, cualificado o no, debe felicitarse de que así sea. Apenas una mesa, un teléfono y dos sillones, ocupan el lugar escénico otrora reducto de grandilocuentes escenografías. Y tan estoico aparato escénico es más que suficiente para que el conflicto humano se desarrolle sin acusar falta alguna. Dos personajes enfrentados en un mortal juego, donde los intereses personales luchan rabiosamente por alcanzar sus particulares fines. El, profesor de universidad, integrado en el laberinto de vivir según dictan las normas convencionales. A punto de lograr un contrato como catedrático y de adquirir una casa apropiada a sus aspiraciones sociales, el docente se siente atraído por el talento y la presencia física de una alumna. Ella, estudiante que rechaza, no comprende, no comparte, las clases y los libros publicados por su profesor. El poder implícito del protagonista va siendo cercenado por la actitud irritante de la joven. Pronto se comprende que el pupilo quiere ser tutor. Algo subyace aquí de «La lección» de Ionesco. Bajo la capa formal de naturalismo, se intuye el absurdo mediterráneo. La tenacidad dialéctica de la estudiante, la sutilidad de sus conclusiones, la frialdad de sus criterios, llevan al profesor hasta la desesperación y, finalmente, a la agresión física. Carol se siente naturalmente violentada y denuncia al profesor a la autoridad académica, primero, y a los tribunales, después. El viejo juego de la víctima que se transforma en verdugo se expande con toda nitidez. Para que esta peripecia encuentre adecuada respuesta escénica, son necesarios dos actores como Blanca Portillo y Santiago Ramos. En ambos intérpretes se dan las condiciones necesarias para defender la pieza con todo vigor y efectividad: granada y entusiasta juventud; pleno conocimiento conceptual de sus respectivos personajes; empatía con el autor; y, sobre todo, una soberbia energía compartida, que recorre desde los momentos de mayor tensión hasta los pasajes más plácidos, pasando por las pulsaciones de atracción y rechazo personal. Sobre todo ello, pero con la discreción imprescindible, se adivina la firme mano del director, ensamblando situaciones, acomodando ritmos, ordenando la totalidad del espectáculo hasta mostrarlo con absoluta limpieza. Bienvenida sea, en fin, la más pura esencia teatral, el regusto por la representación rigurosa que nos hace recordar que el fenómeno teatral se debe, ahora y siempre, a sus propias normas, y sólo anclado firmemente a ellas puede y debe mantener su indispensable presencia social.
|