![]() |
QUITT, LAS PERSONAS NO RAZONABLES… |
QUITT LAS PERSONAS NO RAZONABLES ESTÁN EN PELIGRO DE EXTINCIÓN
Hace poco más de un mes tuvo lugar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid un coloquio en el que se buscaba respuesta a la pregunta “¿Tiene algo que decir el teatro acerca de la crisis?”. La conclusión a la que se llegó, afirmativa, pero que, salvo alguna excepción, apenas lo ha hecho. En general, siempre ha sido así. Lejanas en el tiempo y referidas, por tanto, a crisis anteriores, las excepciones fueron Coyuntura y Santa Juana de los Mataderos. La primera, de Leo Lania, estrenada en Berlín, en 1928, bajo la dirección de Piscator, era una pieza cargada de contenido político y económico. Quitt es la historia de un poderoso empresario, un tiburón que nada a su antojo en las turbias aguas del mercado. Un estratega del juego sucio que atrae a sus más directos competidores para convencerles de que, lo mejor para su futuro, es caminar de la mano, diseñando estrategias comerciales comunes, alterando las relaciones laborales en su beneficio, buscando mano de obra barata en países subdesarrollados, pactando precios o utilizando engañosos señuelos publicitarios para atraer a los clientes. Pero en esa selecta patronal no todos tienen el mismo peso. En ella, también se cumple aquello de que el pez grande se come al chico. Y así sucede, que el muñidor del pacto no solo no lo respeta, sino que se emplea a fondo en destruir a sus aliados. Lo consigue y se alza con el monopolio del poder económico. Luego vendrán la soledad, esa enemiga invisible del triunfador; la falta de objetivos porque todos parecen alcanzados; los reproches de quienes fueron engañados por él; la amarga sensación de haber perdido el rumbo y de que el control de su imperio se le va de las manos; la desazón que ello le provoca; la crisis existencial que le sacude y contra la que nada puede: y el convencimiento de que su actuación está contribuyendo al declinar del capitalismo salvaje en el que estaba instalado y del que tanto se ha beneficiado. Se niega a ser testigo del desastre y, antes de que llegue, se volará la cabeza de un tiro. Curioso final en el que la clase trabajadora no interviene, aunque como siempre pague los platos rotos. Resignada, ya no se plantea Estamos ante una obra de difícil lectura y complicada escenificación. Lluis Pascual la define como un largo poema hecho de palabras con apariencia de texto teatral. Es cierto. Pero abundan los juegos metateatrales que allanan el camino al director y a los espectadores. Así, los actores, además de personajes, como cumple a su oficio, también se interpretan a sí mismos. Interrumpen los diálogos y las acciones del drama para reflexionar sobre cuestiones personales o relacionadas con su trabajo e, incluso, para hacer indicaciones sobre aspectos técnicos, como, por ejemplo, la intensidad de la iluminación del escenario en función del contenido de la escena que se está representando en cada momento.. De ese modo llevan a cabo un desdoblamiento distanciador, a lo Brecht, que, corrige en buena medida la escasa teatralidad del libreto. Lluis Pascual sale airoso del reto al que se ha enfrentado, sobre todo en la elección del reparto. Lo encabeza Eduard Fernández, cuyo Hermann Quitt transita con asombro y perplejidad desde la impudicia propia del amo de todo, que hace y deshace a su antojo, a Otros aspectos de la puesta en escena merecen, en cambio, reparos. Así, la escenografía del segundo acto, presidida por una gigantesca “Q” cubierta casi por completo de luces de colores y una gran pantalla que convierte el escenario en poco menos que una sala de cine. Y lo parece más aún, ignoro si por decisión de Pascual o porque así lo dispuso el autor, en la importantísima escena del enfrentamiento de Quitt con sus víctimas, en el que solo éstas tienen presencia física, pues la de aquél se produce mediante la proyección cinematográfica de su imagen. Tampoco es acertado el vestuario y pelucas que lucen los personajes en la primera parte, pues les proporciona un exagerado e innecesario tono grotesco. Con todo, el reproche más grave le corresponde a la traducción del texto al español. En el trasvase, la gramática sale malparada, sobre todo cuando de forma sistemática el adjetivo mío sustituye al pronombre mí. Suena francamente mal, la verdad.
|