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SANS OBJET EL HOMBRE Y LA MÁQUINA |
Empeño por no dejarse avasallar por la electrónica. |
SANS OBJET EL HOMBRE Y LA MÁQUINA
Preside la escena el brazo gigantesco de un robot. Es una obra maestra de ingeniería industrial. Una pieza de museo. Sus movimientos precisos y hasta elegantes producen asombro. Adivinamos que no muy lejos del escenario alguien ordena su actividad siguiendo un programa informático minuciosamente elaborado, pero tal certeza no impide que algún espectador comente, asombrado, que aquella sofisticada maquinaria tiene algo de humana. Tal es la capacidad de sugestión que todavía provocan ciertos productos tecnológicos a pesar de que forman parte de nuestra vida cotidiana. Se diría que hay quien todavía ignora que las factorías como Su función en el nuevo espacio ya no es, lógicamente, aquella para la que fue concebida. La de ahora es la de actuar – sí, actuar – como protagonista de una pieza teatral. Junto a ella, forman parte del reparto dos actores, cuyo papel es establecer un diálogo con ella que facilite su convivencia. Arduo empeño el del ser humano por no dejarse avasallar por el ingenio electrónico que él mismo, con su inteligencia, ha creado. Pero el autor nos escamotea el interesante debate intelectual que esperamos, pues lo que propone es un enfrentamiento físico y desigual entre el hombre y la máquina, del que está ausente la expresión verbal. El espectáculo ha sido etiquetado como teatro físico. También de muestra de robótica artística o de prestidigitación escénica. Cualquiera de ellos resulta adecuado, pero quizás sea perfomance la denominación que más le cuadre a lo que, en definitiva, es una instalación cinética aderezada con la participación de dos consumados acróbatas. Los ochenta minutos de acciones reiterativas empiezan a parecer eternos cuando los movimientos del robot dejan de sorprendernos y los ejercicios circenses, algunos muy meritorios, no aportan mayor substancia al espectáculo que la perfección con que son ejecutados. A este crítico, algo aburrido, le vino a la memoria, de repente, el nombre de Gordon Craig, que también quiso hacer del escenario, en los albores del siglo pasado, un laboratorio de experiencias casi científicas. Y sospechó que si el revolucionario director galo hubiera vivido hoy, habría reconocido en este armazón metálico móvil a aquella supermarioneta que soñó para desterrar a los actores de carne y hueso de los escenarios. Da miedo pensar que su proyecto pueda hacerse realidad.
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