VIDA DE GALILEO
Brecht no es un autor cómodo para los que gustan de un teatro en el que las cosas estén claras, sobre todo en lo que atañe a los personajes y al desenlace. Les desconcierta que aquellos no sean de una pieza, es decir, buenos o malos, y detestan los finales ambiguos, los que no les permite saber si la obra acaba bien o mal. Es el caso de la prostituta Shen-Té, la protagonista de El alma buena de Se-Chuan, quien incapaz de compatibilizar su inclinación a hacer el bien con la buena marcha de su negocio, se desdobla en dos, la bondadosa y la negociante astuta y cruel. Pero el mejor ejemplo lo encontramos en Madre coraje, en la que Anna Fierling es vista por muchos como una mujer ejemplar que se sacrifica por sus hijos cuando, en realidad, se sirve de ellos para mantener en pie un negocio creado a la sombra de la guerra. Tal es la confusión sobre la naturaleza del personaje que, en la vida cotidiana, son bautizados como madres o padres coraje los que se erigen en héroes justicieros que luchan contra viento y marea por salvar a sus hijos amenazados o lograr el castigo de los causantes de sus males. La figura del Galileo de Brecht no se libra de esa ambigüedad. De un lado, según la historia, fue un físico y filósofo que en 1592, a sus 28 años, ocupó la cátedra de Matemáticas en la Universidad de Padua. Tras perfeccionar el telescopio – un invento holandés -, se dedicó de lleno a la Astronomía y, fruto de sus observaciones, llegó a la conclusión, ya anticipada por Copérnico, de que la Tierra no era el centro del Universo, sino uno de los planetas que giraban alrededor del Sol. Su tesis le granjeó numerosos enemigos en la comunidad científica y provocó la ira de la Iglesia. Denunciado ante la Inquisición, fue condenado a la hoguera, de la que consiguió librarse tras retractarse, acabando su vida retirado en casa. Tuvo tiempo, sin embargo, de concluir un tratado sobre sus investigaciones que vería la luz fuera de Italia. El Galileo que Brecht nos presenta sigue al pie de la letra su trayectoria intelectual y los acontecimientos públicos que jalonan su biografía, pero también muestra aspectos de su vida cotidiana que convierten al personaje es un ser pendiente de los asuntos domésticos y que sucumbe a las debilidades del común de los mortales. Se preocupa por su escasos ingresos y busca cómo incrementarlos dando clases particulares a alumnos a los que desprecia, se muestra como un glotón convulso o se hace pasar por el inventor del telescopio, sin que se inmute cuando se descubre el engaño. Por último, en el episodio crucial de su existencia, nos deja sin despejar la duda sobre si su retractación fue consecuencia del miedo a la tortura o un acto premeditado para prolongar su vida y poder regalar al mundo sus descubrimientos. Tal duda es lo que nos anima a bajar a Galileo de su pedestal y que, devuelto a su condición humana, veamos en él al sujeto que con todas sus virtudes y defectos apuesta por el progreso y se ve frenado por el inmovilismo de los representantes del orden establecido. En esa ambigüedad del personaje, que le rescata del panteón de hombres ilustres para devolverle a su condición de ser de carne y hueso, reside parte de la grandeza de esta obra esencial. El caso Galileo era ideal para abordar el tema de la retractación y para desarrollar la idea de Brecht sobre las dificultades de ir contra corriente en una sociedad empeñada en poner palos en las ruedas de la investigación científica, temerosa de que sus avances dinamiten sus cimientos. De seres como Galileo está el mundo lleno, pero el dramaturgo alemán le eligió quizás porque de alguna forma se reconocía en él. Y quizás también Ernesto Caballero, en su concepción de la puesta en escena, se haya inspirado en la descripción que del Universo hizo Galileo. A ella parece responder el escenario giratorio creado por Paco Azorín que ocupa el centro de la sala, en el que confluyen escaleras y pasillos por los que acceden los personajes. Tras un inicio metateatral y distanciador, en el que el mismísimo autor se presenta en el teatro interesándose por el actor que hará el papel de Galileo y, ante su incomparecencia, lo asume él, asistimos a la representación del drama, versión reducida firmada por el propio Caballero de la última de las tres que escribió Brecht. Catorce actores dan vida a un reparto numeroso. Al frente, Ramón Fontseré, que con ese talento que posee para mimetizarse en personajes bien conocidos por todos, acierta a convencernos de que Galileo era un tipo sabio, vividor y malicioso. A su alrededor giran los demás sin salirse de las órbitas que les han sido asignadas. Con más o menos recorrido según sus papeles, todos contribuyen a que el espectáculo responda a las expectativas despertadas.
Título:Vida de Galileo
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